viernes, 21 de diciembre de 2012

BOANERGES, Cuando la gracia triunfa



“Pero por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Corintios 15:10). 
 La historia de los apóstoles de Jesús puede resultar muy alentadora al considerar el camino que nos queda por andar, en la conformación de nuestro carácter a la imagen de Cristo. Considerar la paciencia del Maestro con sus discípulos, su disposición a perdonar y a corregir, nos estimula a dejarnos moldear por el Señor. De hecho, el mirar a los seguidores primigenios tiene un efecto espejo en nosotros. Nos parecemos mucho a aquellos inestables seguidores. Eran emotivos, pero poco profundos. Celosos por la obra de Dios, pero inestables. Raudos en hablar, pero inconsecuentes a lo dicho. Cada apóstol tiene una historia, cada uno un mensaje para decirnos, pero Jacobo y Juan nos ilustran una verdad que sobrecoge y que cuenta la historia de todos nosotros. Es la historia de la gracia triunfante sobre el proceder equívoco. La buena voluntad de Dios logrando su sacro cometido. Jacobo y Juan eran hijos de Zabedeo, un adinerado hombre de negocios relacionado con la pesca (Marcos 1:20). Se supone que Jacobo era el hermano mayor porque es mencionado primero en las listas que aparecen en los evangelios. Su madre se llamaba Salomé y fue una de las valerosas mujeres que ayudaron al Señor durante su ministerio. Ambos, Jacobo y Juan, fueron llamados por Jesús después de una noche de oración. Fueron establecidos por Jesús para anunciar el evangelio y enviados por igual a extender el reino de Dios. Lejos de la presuposición de que fueran discípulos excepcionales, Jacobo y Juan eran impulsivos, actuaban inconsultamente y cometían toda clase de errores. Al punto que su conducta les hizo ganar el sobre nombre de Boanerges, que significa: hijos del trueno. Sus acciones no podían tener una mejor definición, eran intempestivos como un trueno que no avisa de su aparición. Quisieron orar para que cayera fuego del cielo sobre los samaritanos (Lucas 9:51-56). Mandaron sectariamente a un evangelista itinerante que dejara de hacer su trabajo espiritual porque no era del grupo más conocido (Lucas 9:49,50). Para colmo, le pidieron a Jesús ser los segundos al mando en el reino venidero (Marcos 10:37). Reunían todas las características para ser enviados de vuelta a casa reprobados, pero la gracia triunfó. A pesar de todo, Jesús les permitió estar en la experiencia de la transfiguración. Les dejó entrar en el cuarto donde resucitaría a la hija de Jairo y les pidió que estuvieran cerca de él en la agonía en el huerto de Getsemaní. Privilegios que no tuvieron los demás apóstoles, excepto Pedro. No era un trato especial, sino necesario, estos estaban más necesitados de la gracia que los demás. Cuando a Susana Wesley le preguntaron que a cuál de sus hijos amaba más, ella respondió: “al que está lejos hasta que regrese y al que está enfermo hasta que sane”. Tal compasivo amor tuvo Jesús con los hermanos Boanerges, tal incomparable amor lo ha tenido con nosotros. Nosotros también hemos errado. Vez tras vez cometemos las mismas infracciones. Tomamos decisiones equivocadas, decimos cosas de las que nos arrepentimos más tarde y lidiamos frecuentemente con nuestro egoísmo y nuestra insensatez. Pero a Jesús esto no parece desanimarle. Continúa tratando con nosotros, dándonos experiencias nuevas, concediéndonos dones que no merecemos. Él puede ver más allá de esos actos erráticos, puede ver lo que llegaremos a ser. Jacobo fue el primer mártir de la iglesia. Murió por la ira de Herodes Agripa (Hechos 12:2). Dio un ejemplo de valor cuya impronta nos alcanza hoy y nos llena de admiración. Tertuliano, el gran predicador del siglo III, escribió: “La sangre de los mártires es la semilla de la iglesia”. Jacobo, sin dudas, fue esa primera semilla. Juan, por su parte, fue un cariñoso pastor de cuyo carácter gentil y conducta amorosa se benefició la iglesia toda. Su discípulo, Policarpo de Esmirna, llegó a convertirse gracias a su ejemplar vida, en uno de los héroes más grandes de la cristiandad. Boanerges, dos hombres impetuosos, inestables, que fueron transformados por la gracia de Dios. Boanerges, la historia de todos y cada uno de nosotros. Historias donde la gracia siempre triunfa. Donde prevalece el plan de Dios. Relatos de misericordia donde cada uno de nosotros está plenamente reflejado.

 Autor: Osmany Cruz Ferrer

martes, 18 de diciembre de 2012

Por sus frutos

ASÍ QUE, POR SUS FRUTOS LOS CONOCERÉIS. MATEO 7:20. 
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Aquella noche, todos quedaron sorprendidos cuando Altaír pidió un re­fresco, para acompañarlos en el brindis. Él era siempre el alma de la fiesta; le encantaba ser el centro de atención, y era el primero en levantar la copa para hacer el brindis. Pero, aquella noche, Altaír no había hablado mucho, y todos percibían que estaba allí más por compañerismo con los colegas de trabajo que porque le gustase la fiesta. -¿Qué te ocurre? -le preguntó Norma, intrigada. Altaír sonrió. Había en sus ojos un brillo especial. Como si repentinamen­te hubiese descubierto algún tesoro. Todos lo miraban, atentos, para escuchar la respuesta. -Entregué mi vida a Jesús -respondió con serenidad. Parecía un niño que había recibido un regalo; se mostraba feliz, pero sereno. -¿Quéee? -preguntaron todos, al unísono. -Acepté a Jesús como mi Salvador. -¿Y eso que tiene que ver con el hecho de que no brindes? -Nada -dijo él-: yo puedo brindar con un refresco. -¿Estás loco? -No; simplemente, no bebo más bebidas alcohólicas. -Pero ¿qué tiene que ver la bebida con Jesús? -Es que mi cuerpo es “templo del Espíritu Santo”. No lo dejaron terminar. Lo bombardearon con una tonelada de pregun­tas: algunas sinceras, otras sarcásticas y otras despreciativas. Pero, Altaír no se incomodó; respondió a todo. Y aquella noche se retiró temprano a descansar, para asombro de todos sus compañeros. Los frutos habían aparecido, de manera natural, en la vida de este precioso joven. Él no se esforzaba por mostrarse cristiano: simplemente, había empe­zado a vivir con Jesús la más bella historia de amor, y los frutos aparecían, lozanos, maduros y bonitos, en su experiencia. Siempre es así: no hay manera de vivir en compañerismo con Jesús y continuar siendo la misma persona del pasado. Este día puede ser, en tu vida, un día de muchos frutos. Haz de Jesús el compañero inseparable de tu vida; comienza y termina el día con él; no te separes de él en ningún momento. Entonces, al andar por los caminos de esta vida, todos sabrán que algo extraordinario sucedió en tu vida. Las cosas viejas se habrán hecho todas nuevas, porque “por sus frutos los conoceréis”.

Fuente: Reflexiones Cristianas